«El trabajo del músico es enviar luz a las profundidades del alma humana». Robert Schumann.
Todavía puedo verme, con aquel libro de teoría, con aquella definición de música como el arte de combinar sonidos con silencio. Estaba en primer curso de solfeo, aprendiendo las primeras nociones de ese, para mí, lenguaje nuevo….
Arte, sonidos, silencio…
/Recuerdo como en mi percepción infantil de estas tres palabras, esta última me resultaba en aquel entonces totalmente irrelevante. Hoy puedo constatarlo con mis alumnos: el silencio no cuenta, es aburrido, el estudiante inicial rara vez tiene en cuenta las pausas en la partitura; o bien las ignora o las hace más cortas. Ahora sin embargo, en mi madurez como artista, docente y por supuesto también en mi camino vital como persona, me doy cuenta de que esta palabra, este elemento musical, no sólo es primordial, sino que me atrevería a decir que es, sin duda, el más importante.
Si observamos y escuchamos con atención una melodía, interpretada incluso sin pausas y lo más legato posible, es decir lo más unido posible, podremos apreciar que cada nota que suena emerge del silencio y que, después de un siempre efímero recorrido, regresa de nuevo a él. Si observamos con detalle podemos apreciar que cada nota que nace es una curva sonora que surge tímida desde la nada, que después crece y se expande para a continuación y finalmente, volver a desaparecer. El silencio es pues para la música -por supuesto también para la vida, lo veremos más adelante- como el mar para el pez; es el hogar, la fuente, ese gran vacío o la gran madre de la que todo sonido nace.
Desde este enfoque, cuando como intérpretes cuidamos con esmero, con total delicadeza esta constante entrada y salida del sonido, como si fuera un pez que salta por instantes a la superficie del agua; cuando centramos nuestra atención ya no sólo en lo que ha de sonar sino en ese silencio del que todo nace y todo lo envuelve, es cuando el fraseo musical cobra, para mí, su más bella e íntima expresión.
Vemos pues que el silencio en la música no es únicamente ese elemento musical en el que no se interpreta o escucha ninguna nota, sino que es mucho más que eso, es la gran madre de todas las notas. Tocar por tanto no centrada en la búsqueda de perfección de esas notas, no en la necesidad de controlar esas notas sino entregándose a ese gran silencio del que todas las notas que toquemos nacerán, es lo que yo llamo meditación musical.
Lamentablemente no estamos educados para esta manera de tocar y soltarnos a esta aventura nos puede parecer extremadamente extraño. Todo lo aprendido intelectualmente nos domina de tal manera que nos cuesta trabajo cambiar de rumbo. Aprendemos con tal cantidad de expectativas, con tal cantidad de exigencias, con tal cantidad de comparaciones, juicios, ese „tu vales para la música, tu no…“ tan frecuente en mis tiempos de estudio y me temo que todavía vigente en los días de hoy, que es verdaderamente atroz. El resultado de esta educación es una necesidad de control, una constante tensión, una constante insatisfacción que fácilmente puede convertirse en nuestro mayor enemigo, bloqueando gravemente nuestro talento creativo.
No se trata de dejar de lado la mente. Por supuesto que nos ayuda a aprender muchos conceptos que sin ellos no sería posible tocar ningún instrumento. Si no conozco el lenguaje musical, si no sé qué son las notas, una tonalidad, un acorde…; si no he practicado miles de horas; si no he analizado y estudiado las grandes obras de la literatura musical, por dar unos ejemplos, difícilmente podré hacer música.
Un buen profesor me dijo un día: «Primero apréndelo todo, después olvídalo. Ahí empiezas en verdad, a tocar». Nunca llegué a entender del todo, hasta hace unos pocos años, esta frase.
La mente nos ayuda a aprender símbolos, sean letras o notas. Después, una vez aprendidos, es hora de “hablar“ y utilizar todo eso que ya está integrado.
En mi tiempo de estudio, yo era una niña tímida, con sensibilidad para la música, con muchas ganas de aprender, pero como tantos, víctima de esta educación, a su vez, con mucho miedo a equivocarme, con mucho miedo al error, con mucho miedo a no poder tocar tal como los demás (y por supuesto yo de mi misma), esperaban.
Toca muy bien, solían decir los demás, pero yo me sentía temerosa. Pocas veces o casi nunca satisfecha conmigo misma. Mis músculos estaban tensos. Mis manos estaban tensas. Mi cabeza, también.
Tocar un instrumento concentrada (en muchos casos obsesionada) en la perfección de la ejecución de sus notas tenía y tiene desagradables consecuencias. Vivir concentrados en las cosas que tenemos o las cosas que queremos tener o las que no queremos tener, tiene consecuencias desagradables.
No se trata de que no valoremos las notas, de que no valoremos las cosas, de que no cuidemos de ellas; por supuesto que sí. Además, aprender a tocar un instrumento no ocurre de un día para otro. Es necesario practicar y practicar y practicar… Es la exigencia, el control, esa necesidad de que esas notas o esas cosas (o esas personas, si vamos un paso mas allá) sean como yo quiera, lo que bloquea la creatividad. Lo que bloquea nuestra vida.
El arte, por mi propia experiencia y la de tantos otros artistas que así también lo expresan y definen, nace cuando le permites que sea, cuando te sueltas, cuando dejas que tu yo se aparte para darle paso a él. Dicho de otra forma, es ese desnudarte de tu yo, de sus interminables deseos, lo que te lleva a dar paso a que la música y su gran belleza irrumpa en escena. De esta manera puedes estar durante horas practicando, que no hay tensión, no hay aburrimiento; todo lo contrario. Es una intensa aventura en la que estás profundamente inmerso.
No es difícil imaginar que esta es una gran metáfora en nuestra vida, pues sin dudas comprobamos que allí ocurre exactamente igual.
En definitiva, tocar desde el control, dominados por el miedo al error y esa necesidad enferma de perfección, nos lleva al juicio constante, nos lleva a la comparación, a no valorarnos, a sufrir, a tensarnos. A no disfrutar con lo que hacemos. A no «estar» con lo que hacemos.
En cambio, tocar desde el silencio, desde esa confianza que surge cuando lo hacemos, desde la plena aceptación del proceso, desde ese darte cuenta de que tu no haces la música sino que la música se hace a sí misma, no es de tu propiedad, tan sólo se manifiesta a través de ti… Todo esto te lleva a relajarte, te lleva a rendirte, a admirarte con lo que ocurre, a dar las gracias por lo que ocurre. Tocar desde el silencio, te lleva a «estar» plenamente en lo que haces y esto es meditar, cuando tus manos y tu mente están en el mismo lugar.
Tocar desde el silencio pues, eso que yo llamo meditación musical, te lleva a disfrutar plenamente lo que haces. Te lleva a amar lo que haces. Y es en ese amor verdadero, no condicionado, donde no sólo surge esa música que nos emociona; es donde ocurre la verdadera sanación y transformación de nuestro camino vital.
“Sólo hay que pararse, callar, escuchar y mirar; aunque pararse, callar, escuchar y mirar -y eso es meditar- se nos haga hoy tan difícil y hayamos tenido que inventar un método para algo tan elemental. Meditar no es difícil; lo difícil es querer meditar». Biografía del Silencio, Pablo d’Ors
Meditar no es pues, como muchas personas creen, algo extraño y esotérico. No es algo difícil. No es tan sólo sentarse en el suelo con las piernas cruzadas tratando de no pensar. No, meditar no es no pensar. Meditar es ser consciente de lo que piensas. Meditar es cuando tus manos, tu cuerpo y tu mente están unidas. Cuando caminan a la par. Es la práctica de aprender a utilizar la mente en lugar de dejar que tu mente te utilice a ti.
Meditar es entregarse al ahora, concentrarse en ese gran silencio del que la música surge, pero no sólo la música, sino la vida entera. Meditar es decir Sí a esa vida. Decir Sí a esa música. Un Sí incondicional, es decir sin deseo alguno de querer cambiarla. Meditar es encontrar el sentido a esa vida. Es aprender hasta el último de nuestros días -este aprendizaje no termina nunca- a confiar.
Volviendo a las definiciones y ya para terminar…
Hemos visto que la música es el arte de combinar sonidos con silencio, que meditar es el arte del silencio y que el silencio es la madre de la música.
Música. Silencio. Meditación. Tres maravillas juntas.
Hay muchas maneras de meditar igual que hay muchas maneras de entender la música y de tocar. Pero para mí, meditar es la manera más bella de hacer música. Tocar el piano es la manera más bella de meditar.
Pero no sólo hacer música desde esta consciencia es meditar. Escuchar música desde esta consciencia, también es meditar.
Vivir conscientes de cada uno de los segundos -sean del color que sea, agradables o no- que nos regala la vida y dando las gracias por ello, es meditar.
Ponte pues a hacer música. Ponte a escuchar música. Ponte ahora mismo a meditar.
El mundo nos necesita.
Un abrazo fuerte,
Conchi Muna.