José R. Pascual-Vilaplana
Cocentaina, 22 de abril de 2020
www.pascualvilaplana.com

La calle está vacía. El ruido del silencio resulta del todo agobiante. La distancia física (que no social) entre la gente, nos ha proporcionado un ambiente de frialdad para el alma, una especie de soledad emocional de consecuencias imprevisibles y de las cuales aún no somos conscientes. La cotidianeidad ha dejado de ser conocida; lo que creíamos normalizado o habitual se ha convertido en un recuerdo, y en muchos casos, en un anhelo. Más que estar inmersos en un estado de alarma, parece que estamos dentro de un estado de fragilidad en el cual desconocemos todo aquello que pensábamos tener controlado, un tiempo de absoluta incertidumbre en el mañana y en el cual hemos vuelto a evidenciar la debilidad de nuestra existencia.

Siempre está bien volver al ser humano, aunque sea en un momento tan duro y difícil para tanta gente. Al hecho de infectarse y de, en el peor de los casos, morir, se ha añadido la escalofriante soledad que ha envuelto los últimos días de aquellos que nos han dejado. Tal vez en este momento irremediable que a todos nos tocará vivir, se vuelve imprescindible la necesidad de estar con alguien, de sentirte querido y de saber, que, aunque hagas el último viaje solo, tienes siempre una mano cercana que te acaricia hasta el último aliento. Solos se han ido y solos se han quedado aquellos que querían despedirse, con un dolor agrio, con una pena punzante.

El rostro de nuestros mayores ha cambiado. La mayoría de ellos nacieron en mitad de una situación de penuria económica y vital, en donde la supervivencia no era una heroicidad, sino más bien una necesidad. Y ahora que concluían su experiencia vital, vuelven a vivir una situación que les descoloca y les trastorna. Los que nos ayudaban a cuidar a los nietos, ahora no pueden verlos. Y si tienen opción de mirarlos a través de una pantalla, intentan esconder las lágrimas para no afectar a los pequeños de la casa. La responsabilidad que la vida les ha enseñado ahora les hace tragarse la emoción en beneficio de los demás. Eso es lo que llaman generosidad. Cuando miras los ojos a nuestros mayores en medio de esta pandemia, puedes observar el rostro del miedo. Pero si ellos se dan cuenta de tu percepción, tienen la gentileza de actuar y transformar la situación para protegerte. Saben cual es su papel y no dejan de representarlo por muy difícil que sea la escena. La naturaleza de los progenitores es así de limpia.

Estas semanas pasadas solía encontrarme, en las salidas esporádicas, a un conocido que trabaja con ambulancias. Hace días que no le veo. Una amistad común me ha dicho que está confinado en casa, pues ha dado positivo. Cómo cambia el significado de la palabra “positivo” cuando se trata de una enfermedad. En este caso, el virus llega a un chico joven, con una hija pequeña, y que estaba trabajando por la salud de los demás. Los héroes de esta situación son gentes como él, que un día decidieron trabajar por la sanidad y ahora se han convertido en nuestros resortes para la esperanza con una entrega total y devota, con una responsabilidad de la cual podemos aprender todos los demás. La misma responsabilidad que tienen todos aquellos que abren sus tiendas para abastecer de alimentos a las casas confinadas o la que demuestran las fuerzas de seguridad que intentan controlar esta desconocida y terrible situación. En cambio, esta responsabilidad ha desaparecido de todos aquellos que aprovechan la situación para ganar votos o fama inocua e inoperante con el “yo ya lo decía”. Si tuviesen razón, al menos deberían mostrar decencia y no enarbolar el trofeo de la victoria hasta que haya desaparecido el recuento diario de víctimas.

Las actividades del confinamiento van desde las rutinas caseras más cotidianas, hasta las experiencias culinarias más diversas, las organizaciones de antiguos desórdenes, los ejercicios gimnásticos más inverosímiles o los cortes de pelo hechos con más voluntad que con maña. A las ocho salimos a aplaudir con los vecinos para agradecer el trabajo de todos aquellos que están sacrificando su vida para hacer que la de los demás continúe con una mínima dignidad. Se escucha música de compañeros que amenizan el momento, a veces somos nosotros quienes compartimos música desde casa. Después hacemos una tertulia entre los balcones y comentamos películas, libros, conciertos y todo aquello que estamos disfrutando en el confinamiento. La cultura se convierte en bálsamo de la tristeza y en trampa de soledades. Hoy me he levantado como siempre muy temprano, y al ver el calendario me he acordado que, hace cuarenta años, fui a tocar por primera vez a las fiestas de Moros y Cristianos de Alcoi con la Banda de Muro, mi pueblo. Aquel veintidós de abril, a las seis de la mañana, estábamos en la Plaza de la Bandeja mi padre y yo vestidos de músicos para ver arrancar la primera diana. La corbata nueva, el uniforme grueso de estilo militar, el bombardino colgando y unos zapatos nuevos y relucientes eran el bagaje de un niño de nueve años que cuando acabó la diana estaba reventado de cansancio, pero feliz de haber vivido una experiencia única. Ni el frío viento que nos acariciaba al cruzar los puentes de la ciudad de Alcoi, ni el rigor de llevar el paso en la banda, ni la repetición insistente de aquellos melodiosos pasodobles habían eclipsado la magia del momento. Veía el rostro de los festeros y de aquellos que aplaudían desde las aceras, y con ello empecé a entender eso que llaman la catarsis.

Los músicos, como el resto de artistas, somos el recurso idóneo para combatir la monotonía y para enriquecer la vida con momentos irrepetibles. Todo el mundo habla de la utilidad del arte en tiempo de confinamiento. Esperemos que, al acabar este periodo especial, no se nos olvide. Cuando dentro de unos meses las bandas de música que han dejado de tocar en las fiestas (Fallas, Moros y Cristianos, Semana Santa, romerías varias…) y en sus temporadas de conciertos, así como los coros, grupos de música tradicional, etc. vivan momentos de dificultad económica, esperemos ver balcones llenos de gente que los apoyen, planes estructurales de ayudas específicas para el sector por parte de nuestras instituciones o de las entidades bancarias que entre todos ayudamos a reflotar en su momento. Seguro que los canales mediáticos que utilizan miles de actuaciones musicales grabadas gratuitamente a infinidad de variados grupos musicales, tendrán la generosidad de compartir con éstos los ingresos de publicidad que generan las emisiones repetidas de tales eventos. Quiero confiar en el sentido común de aquellos que hacen la cultura grande empezando por respetar la cultura pequeña, la que es más cercana a la gente, la que se produce con entrega y dedicación de miles de personas en nuestros pueblos y la que hace sentirnos orgullosos del lugar donde un día abrimos los ojos. Decía García Márquez: “…me niego a admitir el fin del hombre…”. Debemos confiar en la humanidad, conviene pensar que nada pasa sin dejar huella y que hay que aprender de lo que vivimos y vivir con lo que aprendemos.

Y ahora a seguir estudiando. No podemos dejar de hacerlo, pues en cuanto podamos compartir de nuevo nuestro trabajo, los artistas deberemos estar listos para continuar con la función: “The Show must go on”. Somos afortunados de disfrutar de lo que hacemos y de sentirnos felices cuando lo mostramos a los demás. Ahora estamos confinados y privados de libertad para movernos, pero nunca nada ni nadie podrá interrumpir la libertad de imaginar y de crear, pues vivimos y creemos en la utopía sostenible de nuestra tarea artística, la que nos compromete y nos alimenta las ganas de vivir. No confinemos a la razón y dejemos que nos muestre la vía más adecuada para seguir caminando en mitad de esta triste realidad que nos envuelve. La solidaridad auténtica nace de la sencillez y del sentido común: no se trata de repartir sólo lo que nos sobra, sino de compartir lo que tenemos.

Muchos ánimos a todos y a seguir bien.

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