En el origen de toda cultura se encuentran los mitos. En la nuestra especialmente los de Grecia y Roma, posteriormente enriquecidos por la tradición bíblica.

En la música la influencia de la mitología ha producido obras extraordinarias, sobre todo en las óperas; no en vano una de las primeras es el “Orfeo” de Claudio Monteverdi (1607).

Escrito en diapason / 2 junio, 2022

Orfeo, de cuyo nombre deriva la palabra “orfeón”, era un joven que personificaba la música y su poder de seducción. Tan maravillosamente cantaba acompañado de su inseparable lira que todos se enternecían al escucharlo y no solo los hombres, sino también las aves y aun las fieras se conmovían con su voz. Por eso cuando su esposa, la bella Eurídice, muere al ser mordida por una serpiente, Orfeo con el poder de su canto consigue lo que estaba vedado al resto de  los seres vivos, que las puertas del inframundo se le abran para poder rescatarla. Allí los dioses que gobernaban aquellas tenebrosas regiones tampoco pueden resistirse a su llanto, convertido en dulce música, y acceden a su ruego. Eurídice puede volver a la vida, pero con una condición, que Orfeo no la mire hasta que abandonen el inframundo.

El desenlace es bien conocido. Orfeo camina ligero hacia la luz seguido por Eurídice, pero es tan fuerte su deseo de volver a verla que antes de tiempo se gira para mirarla, y entonces… la pierde para siempre.

Por razones evidentes este mito ha sido muy tratado por los compositores, especialmente por los barrocos. Seguramente, aparte de la ya citada de Monteverdi, la opera más conocida sea la de Gluck “Orfeo y Eurídice” de 1762, de la que es muy famosa el aria “Che faró senza Euridice”, en donde el protagonista expresa su desolación por la pérdida de su amada.

Si habéis conseguido leer hasta aquí, no quisiera que dejarais de escuchar –y ver, porque esas oportunidades nos ofrece la tecnología- dos momentos de estas óperas. En You Tube podéis encontrar muchos vídeos, peo yo os voy a recomendar dos fragmentos. El primero es el comienzo de la opera de Monteverdi dirigida por Jordi Savall en el Liceo de Barcelona, cuando el director aparece en escena vestido de época y atraviesa todo el patio de butacas mientras suena la obertura.

La segunda es una recomendación muy especial, porque tiene que ver con la figura tan fascinante de los “castrati”. Como seguramente sabéis, se trataba de niños a los que se les extirpaban los testículos para que no perdieran su voz aguda tras el cambio hormonal de la adolescencia. Desde nuestra perspectiva actual, una verdadera salvajada. Pero gracias a esto en la Italia del XVIII muchos niños de familias pobres pudieron recibir una sólida formación musical y a la vez encontrar un modo de ganarse el sustento; incluso algunos se enriquecieron enormemente y alcanzaron gran fama como cantantes extraordinarios, pues en la madurez conservaban la pureza de su voz infantil, pero con la potencia pulmonar y la sabiduría musical de un hombre adulto.

Gluck compuso su obra para ser cantada por un “castrato”. Pero como esta práctica desapareció por fortuna hace más de un siglo, actualmente es cantada por una soprano o por un contratenor, esto es, un hombre que ha educado su voz con una técnica muy precisa para cantar en una tesitura propia de una soprano. Para quien no ha escuchado nunca a un contratenor su voz puede resultar muy sorprendente. Aún me acuerdo, con algo de vergüenza ajena, de un contratenor que actuó en Yecla hace unos treinta años. Era un joven bastante fornido que, cuando empezó a cantar con aquella voz tan femenina, provocó en el auditorio ciertas carcajadas y comentarios soeces que prefiero no recordar.

Como despedida os aconsejo encarecidamente que escuchéis esta aria deliciosa de Gluck cantada por la voz extraordinaria del más famoso contratenor actual, Philippe Jaroussky, todo un prodigio de técnica y sensibilidad en su particular evocación de Orfeo, el mito que mejor representa el poder milagroso de la música para acceder a los rincones más secretos del ser humano.

Francisco Martí Hernández.

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