En nuestro mundo pre-pandemia, la vida nos iba deprisa. No teníamos prácticamente tiempo para reflexionar: ni sobre nuestro entorno, ni sobre nosotros mismos.

En los últimos meses, y como músico que forma parte de la industria musical, he reflexionado acerca de la música clásica y de esta cuestión que expongo en el encabezado del artículo: ¿Qué estamos haciendo mal?

6 mayo, 2021 Escrito por diapason

Luis Rodríguez Lax.
Profesor de violín en el Conservatorio Profesional del Liceo de Barcelona.
Profesor de música de cámara en el Conservatorio Superior de Música de Aragón.

¿Por qué James Rhodes, con apenas nivel amateur en su técnica pianística (y nula formación pianística universitaria), llena el Teatro Real de Madrid cada vez que hace un concierto, y no lo hace la orquesta sinfónica de la misma ciudad? ¿Por qué la gente disfruta tanto la música de bandas sonoras de películas, y no consume música clásica, siendo estas primas hermanas? ¿Por qué cuesta tanto llenar los auditorios y los teatros de ópera de este país (la asistencia del público ha decaído un 22% en la última década, según datos de la SGAE), mientras que con artistas de otros géneros -también, primos hermanos-, se llenan semana tras semana? ¿Cómo puede ser que en las fiestas mayores de cada pueblo y barrio de España, la música clásica no aparezca en cartelera, mientras que los grandes atractivos suelen ser artistas de pop/rock/urban/reggaeton?

Supongo que ni yo ni nadie tenemos una respuesta concreta y clara para estas cuestiones, o bien porque no las sabemos dar, o bien porque son un conjunto de muchas.

Respecto al tema de Rhodes, el pianista británico ha sabido llegar al público. Que él llene el Real y no lo hagan otras orquestas o artistas de nivel, es como si yo fuera al Camp Nou a jugar un partido y la gente lo llenara por verme a mí y no por ver a Leo. Pero, ¿por qué sucede eso? A través de un drama personal, Rhodes ha conectado con ellos mediante  una de las más poderosas y eficaces armas que tiene un artista: una buena historia. Su historia. Por una buena historia se pagan muchos ceros en el cine o en el teatro. Rhodes ha sabido decodificar el mensaje de la música. La gente no va a sus conciertos necesitando “entenderla” para disfrutarla, sino simplemente entendiendo que esa herramienta le ha ayudado en su vida a aliviar todo el dolor que ha sufrido. La audiencia empatiza y se mete en ese Rhodes adolescente refugiado en el piano para calmar sus miedos y traumas.

Necesitamos que el público se sienta partícipe y protagonista de la música, no un mero espectador pasivo, así como ayudarle en gran modo a que su comprensión sea fácil. ¿Alguna vez hemos escuchado a alguien salir del cine y que diga “me gusta la película, pero yo es que de cine no entiendo”? Yo no. En cambio, he escuchado muchas veces esas palabras compartiendo mi música con familiares, amigos o conocidos. Muchos de ellos, excusándose de no entender de música clásica. ¿Y qué? Si la has disfrutado, ya ha valido la pena el concierto. Para eso hacemos música: ¡para vosotros!

El propio pintor Piet Mondrian-figura importante del s.XX-, reclamaba un arte corrector mundial, pero a la vez utilizaba códigos modernos en sus obras únicamente entendibles por una élite artística. A veces se nos olvida que sin público, no se genera dinero, y sin dinero, no se genera cultura. Tan duro pero tan simple como esto.

Haciendo autocrítica -yo el primero-, los artistas de nuestro tiempo nos hemos ensimismado en la forma y en la meticulosidad técnica y, en ocasiones, nos hemos olvidado de construir una historia capaz de emocionar al público y de conectar con ellos.

Conservamos la pureza de nuestro arte, sí, pero no hemos sido capaces de adaptarnos – aún- a la nueva era y a la manera de consumir cultura de hoy en día. Porque, en efecto, una de las cosas que hemos aprendido con esta pandemia es que la gente necesita consumir cultura, bien sea por necesidad de entretenimiento, por necesidad de formación o simplemente por placer. O por las tres razones a la vez. Pero también ha quedado claro que los músicos de clásica no hemos sabido llegar a este público de la manera tan fácil que otras disciplinas artísticas sí lo han conseguido.

Si tenemos que renunciar a parte de nuestra pureza artística o a nuestros (¿arcaicos?) códigos de vestuario, renunciamos. Si la gente se siente lejos de nosotros por una serie de razones, las cambiamos. Si tenemos que programar charlas didácticas antes de cada concierto (como muchos ensembles y orquestas hacen, por cierto, bravo por ellos), las programamos.

A lo que no nos podemos acostumbrar es a ver las salas de conciertos medio vacías. Tampoco podemos acostumbrarnos a que la gente consuma música cada día de sus vidas, pero sea incapaz de enumerar a más de dos compositores más allá de Mozart o Beethoven. No podemos quedarnos de brazos cruzados viendo cómo orquestas importantes cierran por falta de público o de ayuda gubernamental.

El Gernika o La Gioconda se comercializan en masa: tazas de café, camisetas, pósteres. Estoy seguro de que Picasso o Leonardo estarían encantados de ver cómo su obra llega a muchísima gente. No creo que se plantearan si han perdido pureza o si no están hechas para ser consumidas de esa manera. Lo importante del arte, para mí, es eso: que llegue, que se consuma, que tenga un efecto en la sociedad.

Porque, a pesar de no ser yo muy imparcial en esto, os aseguro que la música clásica es la leche. Es capaz de llegar a lo más profundo de nuestras almas y hacer con ellas lo que se le antoje. Somos totalmente vulnerables ante ella. Un día nos destroza, otro día nos saca una sonrisa de complicidad, nos anima después de un mal día. Nos hace sentir que no somos terrenales, que no pertenecemos a este mundo, porque ella tampoco lo es. Supongo que son sensaciones que todos aquellos que ya escucháis música, aunque no sea clásica, os son conocidas. Pues la clásica también tiene esa magia, os lo prometo.